La imagen tradicional de la mujer embaraza de antaño nos regalaba la idea de una mujer dulce y apacible que durante nueve meses vivía la gloria de estar esperando. Esa figura materna era como una especie de ‘castrati’ femenina complaciente rodeada de un aura casi celestial. Si la pareja aparecía en esas fotografías su figura representaba a un ser orgulloso que lacónicamente observaba a la futura madre de sus hijos sin el menor atisbo de celo, con el casto deseo en la mirada de salvaguardar a su pequeña florecilla.

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Una mujer embarazada, para llegar a estarlo puede haber pasado un duro camino, y si por el contrario, le fue una tarea sencilla, en el mismo momento de la confirmación, la felicidad y el miedo se le impregnan a su piel cual perfume para siempre. Una vez en el camino, toda la fortaleza del mundo va creciendo en su interior porque el cambio físico será evidente, pero el emocional será brutal. Cada mañana al despertar el futuro será la gran incógnita que la sacará de sus ensoñaciones. Deberá aprender pacientemente a calmar cada interrogación. Tendrá que luchar arduamente contra sus mayores temores. Aprenderá a reservar todas sus dudas con la mayor de sus sonrisas.

Todo esto la hará cambiar, la hará tomar conciencia de su valentía y de su fortaleza y en esa transformación es donde entra mi fotografía. Por eso, la futura Madre admira su cuerpo, donde su hijo va creciendo, una admiración que nada tiene que ver con la simple vanidad, sino con el asombro infinito por la belleza del milagro de la vida. Y así deseo capturar, no solo el momento vital único, irrepetible, sino la esencia natural de una mujer real, sensual, valiente, feliz, esperanzada, dubitativa, temerosa pero atrevida que cree en la vida. Una mujer hermosa que lleva en su vientre la esperanza de un nuevo mundo, que mira y ve más allá del hoy.

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