UNA BODA REAL
Llegó el momento, tras navegar por sus canales, su amor quedó prendido en la góndola veneciana testigo de tan especial momento.
Un amor tan fuerte y poderoso que durante años fue irradiando su luz, su magia, por cada rincón de cada una de las ciudades por las que pasearon Isabel y Francisco. Un sentimiento tan grandioso que había quedado esparcido por medio mundo y que ahora debía volver a su primigenio lugar para que toda aquella luz iluminara un día que amaneció entre nubes.
El viento fue el encargado de ir llamando al amor prendido por todos aquellos países, por todos aquellos momentos. Debían volar rápidamente o el tiempo haría de las suyas, aliado a las envidiosas nubes, la lluvia reticente cayó finalmente ante sus encantos y hasta la costa de la luz vino a ensombrecer sus cielos.
La brisa gritó fuerte, su eco volaba desde un rincón a otro del universo en busca de cada gota del elixir del amor esparcido, debía reunir la mayor cantidad posible por que el tiempo se había puesto bravucón y no daba su brazo a torcer, quería aguar el momento, no soportaba tanta felicidad.
El momento llegaba, hacía su aparición estelar; el viento y la brisa no podían acaparar todo el mundo, el día poderoso decidió intervenir, llamó a sus confidentes, las prisas y les ordenó correr lo más rápido que pudieran.
Al amanecer, cuando Isabel salió, la amenaza era inminente, unas pequeñas gotas comenzaron a crear un manto a su alrededor, ¡¡ no podía ser !!, pero era.
El día miraba a la novia preocupado, quería respirar hondo pero no las tenía todas con él, las prisas iban y venían, ¡ pero era tan poco margen con el que contaban y tanta la fuerza del tiempo ¡
Así que el día recapacitó, la brisa le refrescó la mente y a medida que empezó a desojar sus horas comenzó a ver en el firmamento cómo el Amor llegaba a raudales; cada sentimiento, cada instante enamorado venía en una especie de batallón, liderado por el astro rey que quiso aliarse a su fiel compañero.
Y así llegó la novia, Isabel salió del coche y en ese instante sintió una oleada de envolvente luz, todo el amor se concentró en ese momento, y del brazo de su emocionado padre miró al frente y lo vió. Allí, frente al altar, junto a su madre se encontraba Francisco, el hombre de su vida, aquel que en tantas batallas estuvo a su lado, aquel que un día le robó el aliento, su compañero vital.
Y al cerrarse las puertas del santuario el día sonrió, le lanzó un guiño a su amigo el sol agradeciéndoles a todos el gran esfuerzo de haberlo coronado y convertido en el Gran Día.
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